jueves, 4 de octubre de 2012

Ir al medico

Hoy no me encontraba bien. Simplemente sabía que tenía fiebre y dolor de garganta, de la fiebre se encargó el señor Gelocatil y para el dolor de garganta tenía que visitar el médico por si las moscas. Y aquí viene la historia de cada día en la seguridad social que vivirá todo hijo de vecino que no tenga una mutua a su disposición. Uno, normalmente, cuando se pone malo decide ir al médico para ver qué tiene y qué te manda para curarse. Tú llamas al teléfono que pone a tu disposición la Seguridad Social y preguntas si te pueden dar hora para tu médico. “Tenemos hora para el viernes si lo desea”. Pues mire, el viernes una de dos, o me he curado o me he muerto ya del todo, así que mejor voy a urgencias. Luego se quejan de que urgencias está lleno de gente, pero si es que para ponerte malo tienes que llamar a Rappel a que te adivine el futuro. Si en el horóscopo te pone: “Ten cuidado con los resfriados que es invierno”, con esa exactitud con la que siempre se dirigen hacia ti los horóscopos; pues ya sabes, pide hora en el médico que para cuando te den hora seguro que ya te ha dado tiempo a ponerte malo, incluso si me apuras, para curarte. De todas formas, el teléfono del ambulatorio que te toca, resulta que llamas y comunica todo el rato. Yo no sé si es que tienen aún internet a 56kbps al estilo antiguo o que están todo el rato hablando con su novia o novio por teléfono. “Cariño, a ver si jugamos a médicos, te voy a meter una urgencia por donde entran los pacientes en la ambulancia” “Ponme vicksvaporub en el pecho, frótame toda”. En fin, ya se sabe como son en el mundo medicinal, sólo hay que ver Hospital Central que los pacientes se están muriendo y ellos nadamás que pensando en sus folleteos entre ellos mismos. “¡Vilches, nos espera un paciente terminal en el quirófano!” “Calla y sigue chupgggg” Total, que cuando por fin superas los escollos burocráticos y consigues hora aunque sea en urgencias te diriges a la consulta. Allí tendrás que esperar junto con otra gente en la sala de espera en la que hay unos cartelitos muy bonitos que ponen: Silencio. Y lo ponen bien claro, silencio. Pues bien, las señoras mayores lo del silencio no se lo toman muy al pié de la letra. Dependiendo de la hora que vayas la sala de espera es poco más que un gallinero en el que sólo falta el bingo para que los yayos estén del todo agusto. Corren rumores de que en las próximas instalaciones de ambulatorios constarán con un terreno para jugar a petanca. Lo mejor viene cuando una mujer se acerca a ti y te pregunta: “¿Qué, estás malo?” No, vengo al médico a comprar churros, no te jodes. Y ahí es cuando empieza la mujer con su batería, primero te pregunta que tienes. “Nada, dolor de garganta señora”. Y ella: “Aaayy, mi marido el pobre también empezó con un dolor de garganta… Aayy, ¡que en paz descanse!” Si hay algo poco bonito de escuchar cuando estás enfermo es algo así. Pero lo peor no es eso, lo peor es cuando te cuentan sus operaciones: “Sí, yo vine hace dos meses porque me habían encontrao un quiste en la hernia del mismo bulto que tenía en la pierna deresha que luego se me pasó a la izquierda mezclándose con la matriz, lo cual formó un coágulo de dimensiones extraordinarias…” Mientras tanto tú estás apunto de vomitar y ella sigue. “Lo peor fue cuando me abrieron y vieron que dentro además tenía un Gremlin incrustao en el hueso que si lo tocaban bailaba sevillanas”. En fin, que te cuentan tantas cosas seguidas que ya te crees cualquier tontería. Después de los eternos minutos de charla con la mujer de enfermedades raras, por fin te llaman para que entres, así que pasas para adentro y te pregunta. “¿Qué tienes?” Eso lo tendrá que saber usted que es el médico. Total, que le explicas un momento los síntomas: “Bien, he tenido fiebre y tengo dolor de garg…” “Muy bien, desnúdese” “Pero si he dicho la garg…” “Desnúdese”. Bueno, esto ya no pasa tanto, pero antes te hacían desnudarte a la mínima, yo creo que lo hacían para que si ibas sin resfriarte al final te resfriaras cogiendo frío allí mismo. Hay que justificar el gasto en Sanidad. Así que una vez el médico sabe que es lo que tiene te manda una receta. La lees: “Profiteroles con aceite vegetal a la salsa de soja espesa” Oiga, doctor, que esto no creo que sea la medicina para la garganta. “Ay, perdón, que me he confundido de receta“. O se ha confundido o es que hay médicos muy cachondos. Y al final lo que te manda lo tienes en casa, ese botiquín de medicinas que en toda casa hay. Deberían vender los medicamentos a granel. Es decir, te manda el médico tres pastillas al día durante una semana, pues vas a la farmacia, te pillas veintiuna pastillas y tan feliz. Pero no, te compras una caja con cincuenta comprimidos y luego la mitad se quedan muertos de asco en casa. Que hay un armario que está lleno de medicinas que ya no sabes ni para qué sirven, ni si están caducadas. Que más de una casa se habrá convertido en farmacia clandestina vendiendo pastillas sueltas a sus vecinos. Y luego toca curarse. Con un poco de paciencia, reposo y seguimiento a rajatabla de las recomendaciones del médico te recuperas y a volver al tajo. Pero antes te ha tocado vivir la odisea del médico y el malestar general de la enfermedad. ¡Menuda época esta!

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