Ya están aquí. Las agendas se llenan de cenas de Navidad con los
amigos, con los compañeros de trabajo, con los ex compañeros de trabajo, con
los primos, con tu asociación de ex amantes… con todo el mundo.
Y aquí llega mi habitual mosqueo de fin de año con el sector
hostelero. Les cuento mis dudas y tal vez alguien del sector me lo pueda
explicar.
Si un restaurante que cobra 10€ por un menú del día muy decente
y los fines de semana digamos que por 20€ te da de comer muy aceptablemente
¿porqué quiere cobrarte 35€ por una cena en la que te vas cabreado y con
hambre? Yo pensaba que lo normal es mejorar el precio para grandes cantidades
de comensales y no encarecerlo. El mensaje que mandan es “Gracias por llenarme
el local con gente que va a tomar un menú preestablecido y que por tanto me
resulta mucho más cómodo y previsible preparar, además de poder optimizar mis
costes. Para agradecértelo te lo cobro al doble de lo habitual y te invito a un
chupito y un café”.
Los menús se parecen extraordinariamente a los de todos los días
pero plagados de literatura que alimenta la imaginación pero nada más. Todo se
llena de coulís de frutos rojos, lechos de cebolla caramelizada, espumas de
increíbles aromas, crujientes de cosas que no deberían serlo, aderezos de
reducciones y vinagres balsámicos de Pedro Ximenez. Aunque lo que de verdad se
reduce es la cantidad. Y esto me lleva a la siguiente pregunta:
¿Porqué si pago mis 35€ por una cena, la tengo que compartir mi
primer plato con tres personas más? No falla. Si en el menú dan varios
primeros, vete afilando el cuchillo, pero para clavárselo al de al lado si se
quiere apropiar de tu croqueta. La ensalada Frise con Granada y Ahumados debe
ser repartido cuidadosamente, el Rabo de Toro con pate de tuétano y patata
rota, suena muy bien, pero cuando lo vez te quedan dudas de que rabo se trata. Supongo
que el jamón de saltamontes será la próxima delicatessen en dosis homeopáticas que nos
ofrecerán en el menú. Y a los postres tres cuartos de lo mismo, Galleta de
manzana, si, como suena una galleta o mejor dicho, un cuarto de galleta con
dibujito de salsa xocolata que desatan miradas de suspicacia entre los
comensales. ¿Será la ración de uno? ¿Tocamos a una galleta por barba? ¿Alguien
no quiere la suya? ¿Podré lamer el plato al final? La salsa tiene muy buena
pinta.
Otra cosa que saca lo peor de mí es cuando no has terminado tu
triste galleta y aparece un camarero que empieza a retirar cosas de la mesa
para poner los cafés. La tensión se masca. ¡Alguien se ha comido un trozo de mi
turrón! Empieza el dilema de “mataría por comérmelo pero mi educación en un
colegio de pago hará que un gañan se lo papee sin pudor”.
Y el siempre sonrojante ritual de recoger el dinero de los
treinta comensales que ¡oh, sorpresa! recae como siempre entre grandes risas en
Mere. Oye que fulano se ha tenido que ir y no sé a quién le ha dejado el
dinero, que hay tres que quieren pagar con tarjeta. ¡Dios! ¿porqué me bebería
cuatro copas de vino? Bueno sí, porque tenía hambre. Ahora tengo hambre, dolor
de cabeza y 35€ menos.
No me hagan mucho caso. En una hora me voy a una cena con
compañeros y nada de esto ocurrirá… ¿o sí?
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